En el momento en que llegó a mis
oídos la noticia de que Ibáñez firmaría en Valencia, empecé a hacer planes de
mi revisita a esta bonita ciudad. No era la primera vez que pisaba suelo
valenciano, pero la excusa de ir a saludar al maestro me brindaba la
oportunidad de volver a hacer un poco de turismo entre sus calles.
Llegó la mañana del sábado 28 de
septiembre de 2013. Ibáñez estaría firmando ese mismo día en la Fnac de la calle Guillem de
Castro desde las 18:00 hasta las 20:00 horas.
Eran las 04:45 horas, y aquel
maldito cacharro (más conocido como despertador) empezó a sonar como un loco.
Era la hora de ponerse en pie y de despegarse los mocos de la cara.
Varios minutos después, ya tenía
todo listo para emprender mi viaje. Mi pobre vehículo llevaba varios días
dándome quebraderos de cabeza, así que tenía que contar con la posibilidad de
que, esa misma mañana, no quisiera ponerse en marcha. Y dicho y hecho. Tras
varios intentos, aquel montón de chapa y cristales no arrancó.
Bueno, tocaba tranquilizarse, no
perdamos los nervios. Eran las 05:30 de la mañana e Ibáñez no aparecería por la Fnac hasta las 18:00 horas.
Así que tocaba sacarse el as de la manga y poner en marcha el plan B: el tren.
Tuvimos que esperar (no hablo en
plural porque pertenezca a la realeza, sino porque mi mujer venía conmigo)
hasta las 07:00 horas a que pasara el primer autobús que nos llevara hasta la
estación, así que volvimos a casa y nos pusimos a ver una serie de dibujos
animados de lo más absurda (no recuerdo su nombre).
Se iba acercando la hora, así que
tocaba ponerse, de nuevo, en marcha. El autobús pasó puntual por su parada
(07:01 horas) y, 20 minutos más tarde, ya habíamos aterrizado en el centro de
la capital murciana y emprendimos nuestra caminata hacia la ansiada estación de
Renfe.
El tren de las 06:35 ya no lo
pillábamos (lógicamente), así que tuvimos que esperar al siguiente, que salía a
las 08:34 horas. Un descafeinado de 1,35 euros hizo que la espera se hiciera
más amena. Llegó la hora y subimos al tren. Nos acomodamos en nuestros
respectivos asientos y dejamos que aquellas 3 horas y media de viaje pasaran
lo más placenteras posible. Y así fue.
Mi reloj marcaba las 12:05 horas
y pusimos el primer pie en suelo valenciano. Cargado de una bolsa con algunos
cómics (y una sorpresa), de mi cámara de fotos y de un plano sacado de Internet
donde me encargué de marcar los puntos más destacados de la ciudad, empezamos
nuestra breve visita al casco antiguo de Valencia: Ciutat Vella.
Llegó la hora de comer. No se
haría justicia si sobre los platos de nuestra mesa del restaurante no hubiese
unas buenas raciones de paella valenciana. Y así fue. Con la panza llena de
granos de arroz y cerveza, continuamos nuestro tour abarcando algunos rincones
que aún quedaban sin explorar.
El “din-don” de algún campanario
de la zona nos avisó de que la hora señalada esta cada vez más próxima, así que
había llegado el momento de dirigirse hacia la Fnac y de empezar a echar raíces en aquella cola
que, pese a que aún faltaba para la cita, ya empezaba a formarse en la puerta
de la tienda.
Eran las 16:30 horas y ya había
15 personas haciendo cola, así que nosotros ocupábamos los puestos 16 y 17. La
espera prometía ser larga, así que nos tiramos en el suelo de cualquier manera
y dejamos que las agujas del reloj continuaran su camino. Conforme iba
avanzando la tarde, aquella cola se hacía cada vez más larga, tanto, que
incluso llegó a ocuparse gran parte de la acera que accedía a la tienda.
Y llegaron las 18:00 horas. Los
que esperábamos sentados en el suelo nos pusimos en pie. Los que ya estaban en
pie, siguieron en esa posición. Todos esperábamos impacientes.
Sobre las 18:05 horas, entró un
primer grupo formado por unas 10 personas (era la primera vez que veía este
sistema de organización en una firma). El segundo grupo (en el que me incluyo),
se hizo más de esperar, pues no nos dieron acceso hasta bien entradas las 18:30
horas. Una de dos: o estaban colando a gente a cascoporro, o alguien se tomó la libertad de hacerle alguna
entrevista al maestro en pleno horario de firmas.
En fin, polémicas aparte,
entramos, por fin, en la sala de actos donde se encontraba Ibáñez esperando al
otro lado de la mesa. Nada más entrar allí, ya nos hicieron una severa
advertencia: el maestro sólo firmará un álbum por cabeza. Y yo llevaba dos (y
mi mujer otros dos). “Ya nos han jodido” pensé. Así que tocó racionar las
dedicatorias.
Y llegó mi turno. Me postré ante
él y le saludé. Al principio no me reconoció, pero tras identificarme,
enseguida le puso nombre a mi rostro. Y le cambió la cara. Aunque nunca había
dejado de sonreír, desde ese momento, lo hacía con más intensidad. Y empezó a
contarme anécdotas mientras movía aquel rotulador a una velocidad de vértigo.
Mi dedicatoria prefiero dejarla para la segunda parte de esta entrada, así que
ahora me voy a centrar en la que le hizo a Lorena, mi mujer.
Y hasta aquí puedo contar por
ahora. La semana que viene conoceréis el desenlace de esta peculiar aventura y
sabréis lo que le puse a Ibáñez sobre la mesa para que me dedicara. De haberlo
dado a conocer delante de tantos fans del maestro hambrientos de un dibujo
suyo, habría visto peligrar mi integridad física y, por supuesto, la de aquella
sorpresa que no solté de mi mano en ningún momento.
Así pues, continuará…
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