Es bueno para el cuerpo y para el
alma desconectar de la rutina y del entorno y perderse, de vez en cuando, por
cualquier rincón del mundo dejando todo atrás. Esto mismo fue lo que llevé a
cabo los pasados días 6, 7 y 8 de diciembre (2014). Aprovechando la festividad
de esos días, y siempre en compañía de mi señora esposa, agarré mi pesada
maleta llena de trastos y unos cuantos bultos de mano e iniciamos un largo
viaje con destino a… bueno, dejémoslo en un largo viaje.
Siempre que hago una escapadita
de éstas me gusta hacerlo poniéndome al volante de mi coche, pero, en este
caso, echamos mano del ferrocarril. Así pues, un viaje de casi 7 horas como
éste dio, como cabe esperar, para muchas cosas: charlar, comer, bostezar,
comer, ver una peli (o varias), comer, echar una cabezada, comer, ir al
retrete, comer, recordar batallitas, comer, marcar un itinerario de lugares a
visitar, comer, estirar las piernas por los pasillos, comer, comprobar la
dureza del cristal de la ventanilla con la cabeza, comer, beber (con
moderación), comer y… ¡dibujar! (no sé si he dicho que también hubo tiempo para
llenar el estómago). Y es que, uno de esos equipajes de mano, estaba compuesto
por unas cuantas páginas en blanco, un soporte de cartón duro que haría las
veces de mesa de dibujo, un lápiz y varios rotuladores calibrados de diversos
grosores.
Cuando conseguí encontrar la
postura más acertada y cómoda (ambas entre comillas), y colocando esa hoja en
blanco sobre mis piernas, comencé a realizar garabatos sobre el papel. Rayas,
rayas y más rayas, acompañadas de tachones, borrones y más tachones. Una vez
abocetado todo el dibujo, llegó el momento de pasarlo a tinta combatiendo
contra las “turbulencias” y la inapropiada postura. Debo confesar que me
resultó imposible realizar una línea recta que pareciera una línea recta; imposible
trazar un círculo que no pareciera realizado por un orangután manco… Aún así, y
tratando de salvar todos estos obstáculos, conseguí acabar mi dibujo de la
forma más decente posible. Y como no podía ser de otro modo, ya que me
encontraba enclaustrado en un vagón, de temática de trenes.
P.D.: Sin ser consciente de ello,
el chiste plasmado en la presente ilustración se hizo realidad durante el viaje
de vuelta. Vamos, que se convirtió en algo premonitorio. Sólo había que
sustituir el labriego con boina por una pareja de treinta y tantos y su bebé, y
el carro cargado de estiércol por un carricoche de dimensiones más bien
astronómicas. Al final, y tras librar una dura batalla contra la revisora (el
ambiente llegó a caldearse un poquito), lograron subir a bordo el titánico
carrito, el cual, tuvo que viajar en el pasillo del vagón de cafetería. Cosas
de la vida…
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